No hace mucho fui con Iliana París al teatro La Villarroel para ver La Dansa de la venjança, una obra de Jordi Casanovas, dirigida por Pere Riera e interpretada magistralmente por Laia Marull y Pablo Derqui. A la salida, tuve la oportunidad de comprar el librito del autor. Una joya de pocas páginas. Un continente de un contenido finamente destilado y perfilado.
Es justo decir que fueron 1h. 20min. trepidantes, incluso en los momentos de mayor suspense. Y que cada frase, cada gesto y cada tono resonaban en el público, ora sobrecogido, ora atónito, llenándonos de estupor, vergüenza y risas, llevándonos a contemplar con angustia el futuro de nuestra cotidianidad y a nuestras parejas, o a nosotros mismos, con recelo. ¡Y eso que la obra trata de una pareja que sufre claramente de dependencia patológica y de desequilibrio psiquiátrico!
Resultaban llamativas, por significativas, hasta las desconcertantes carcajadas que de manera imprevista exclamaban aleatoriamente diversas personas del público. Creo que, en esos momentos, algunos de los espectadores nos sorprendíamos de nosotros mismos y sacábamos abruptamente como un plus de goce al respecto.
La obra fue sensacional, y las interpretaciones cautivantes y generadoras de transferencia desde el minuto uno. Y no es para menos, cuando lo que se nos presenta en escena no es otra cosa que la versión más neurótica del amor, la egocéntrica, la morbosa, la puramente egoísta, donde el supuesto amor no es sino una ilusión, una pesadilla narcisista en la que, claro está, no valen las promesas (creer en ellas sería pura ingenuidad), porque desde esa posición no existen los amores eternos, no existe ahí amor por el Otro que no sea en realidad sino amor por Uno-Mismo.
Es en la versión neurótica donde se produce siempre, y muy pronto, la escisión entre el deseo sexual y el amor, porque esa pasión no es sino un engaño, efecto de un estrabismo que lleva a confundir al Otro con el Yo ideal, dejando al sujeto “amado” a la total merced del empuje acéfalo de la pulsión del amante, el cual inevitablemente reduce el valor del primero al de mero objeto, instrumento de la necesidad de satisfacción del segundo. El objeto amado ocupa así el lugar de un ídolo al que el sujeto se dedica, manifiesta o implícitamente, por completo, en una relación sugestiva, de total dependencia y cegamiento crítico. Frente a la exaltación narcisista de la imagen del Otro como versión idealizada, o demonizada, del Yo, el tiempo actúa fatalmente en forma de erosión (lenta o brusca) que acaba provocando la decepción, lo cual suele derivar en odio. A partir de ahí, no podemos esperar sino lo peor. Las discusiones, las peleas, incluso por la hegemonía del propio relato, indican claramente que estamos en una dinámica de amo-esclavo, una relación de poder, que puede terminar en la peor de las consecuencias.
Y es que el odio de un amor decepcionado es, a menudo, el fruto del amor más idealizado.
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